Luces de fe

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(Mateo 5, 13-16) AUNQUE PUEDA ser sorprendente la evangelización de China comienza antes que la de Alemania o Polonia, a través, según parece, de unos monjes nestorianos alrededor del año 600. Estos monjes nombraron al cristianismo, para facilitar su identificación en un continente tan diverso culturalmente, como la “religión de la Luz”. Cristo es la Luz del mundo y toda la creación comienza haciéndose la Luz. También los cristianos estamos llamados a ser “sal de la Tierra y luz del Mundo”.

Hay personas luminosas, muchas. Personas que, por donde quiera que van, irradian paz y bienestar; personas que buscan la palabra oportuna para hacer sonreír, y que gustan de ayudar al otro. Es verdad que todos tenemos nuestros malos momentos y nuestras debilidades, nuestras obsesiones y nuestros puntos flacos, pero no hemos de juzgar a nadie por ellos.

Hay también personas, menos, que buscan poner luz donde más sombras hay. La injusticia, el sufrimiento de inocentes, los abusos hacia los débiles, la experiencia de sinsentido de la existencia… son interpelaciones que resuenan en su corazón y a las que tienen que responder. Hacen de las causas justas, sus propias causas, y en esto encuentra verdadero sentido su fe.

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Después tenemos los que llenos del amor y de la luz de Dios contagian su misericordia y su alegría a los desconsolados y a los tristes; y no sólo se entregan ellos a construir un mundo más humano sino que saben que es Dios mismo quien lo impulsa, y anuncian esa buena nueva a todos, para que todos puedan dar un paso hacia el amor en su vida, y entre todos construyamos la Ciudad de Dios. Esos, que algunos les llaman santos, son los verdaderamente imprescindibles.

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