Mateo 26:75

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Nunca había sido una niña plenamente feliz. Casi toda su infancia estuvo encriptada por la tragedia de la muerte de su hermano mayor con apenas doce años, víctima de una galopante y mortal enfermedad. Ello, supuso para sus padres, vivir en el “limbo” de la tragedia casi una década. Más tarde, ella misma, en plena juventud sufrió el envite de otra, que la tuvo al borde del precipicio.

El tiempo y la dinámica de vivir le llevó al amor, o lo que ella creyó que era, los hijos, su propia familia. Pero de nuevo, la fatalidad llamó a su puerta con la fuerza contundente de los hechos, que son siempre más crueles que la situación que los provoca; la separación “no” amistosa, el acoso personal y económico de un “ex” descontrolado y en ocasiones violento, con un afán infinito de hacerla sufrir.

Pero afortunadamente aunque despacio, todo pasa. Y, en caída libre de la madurez, cuando la luz de la esperanza se está abriendo paso entre la bruma, con la responsabilidad de ser madre y padre de sus hijos y de sus ancianos progenitores; acompaña a mamá al médico-especialista y este, llevándola aparte, le comunica la fatal noticia. En ese instante “pensó” que los designios de la providencia siempre la habían traicionado. Y saliendo fuera, lloró amargamente…

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