La tarea del Espíritu

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(Marcos 6, 30-34) SUTILMENTE como un soplo suave de viento que refresca por la noche la estancia, iban penetrando las palabras de Jesús en el corazón, y la mente, y el espíritu de sus discípulos. Él se tomaba su tiempo para enseñarles con calma, a sabiendas de que sólo lo que se «cocina» a fuego lento es asimilado por el alma.

Sutilmente, en el decurso de nuestras experiencias personales de sufrimiento y de gozo, en el compartir la vida y la piel con los nuestros, a golpe de enfrentamientos y de abrazos, va el Espíritu transformando nuestra vida. Prohibiciones y mandatos consiguen poco; la lógica de la Ley siempre es estéril. Cuando el deseo de plenitud impulsa nuestra vida, el Espíritu puede amasar y cocer nuestro barro con acompasado ritmo de amor y dolor.

El Espíritu de Jesús rompió y sigue rompiendo el muro de recelo, de desconfianza y de odio con el que pretendemos defendernos de los otros. El miedo nos hace poner fronteras culturales, vallas con concertinas punzantes, altos muros que nos separan y que parecen desmentir que seamos hermanos.

Pero el Espíritu vino y sigue viniendo en forma de reconciliación y de abrazo, de encuentro fraterno en el que compartimos anhelos y bromas, en los que buscamos aprender el sentido, en el aquí y ahora, de nuestra vida. Por eso, hazte consciente de los muros que has levantado para defenderte y que, en verdad, te limitan, te separan de los hermanos, de los más pobres. Una lectura, una conversación, un encuentro de oración puede abrir en ellos una pequeña ventana por la que entra el Espíritu. Él hará el resto.

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