Fuerza de lo alto

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(Marcos 20, 19-23) LA PRINCIPAL PRUEBA de que con Jesús pasó algo absolutamente especial después de su muerte es la transformación que experimentaron sus discípulos a las pocas semanas de haberse comportado de manera, podríamos decir, humillante y cobarde.

Sin que pueda tener explicación humana aceptable, los que no tuvieron valor, derrochaban valentía; los que apenas tenían formación y cultura, afrontaban las preguntas del sanedrín y la expectación de la muchedumbre; los que no sabían qué hacer y resistían encerrados en las casas, salen a la calle y a las plazas a proclamar la Buena Nueva de la Resurrección de Jesucristo. Algo muy grande pasó en lo alto para que se derramara tanta vida sobre aquellos pobres hombres y mujeres.

En la cruz, Dios Padre había experimentado el desgarro más grande desde la eternidad: el Hijo de su amor estaba sufriendo la tortura de la cruz porque había querido ser Hermano de cada hombre y cada mujer que sufría por la violencia, la mentira o la injusticia. Pero, a la vez, había experimentado el inmenso gozo de poder abrazar en su Hijo a toda la humanidad que él había querido asumir en su encarnación. El abrazo de Amor del Padre y del Hijo, en la resurrección, acabó siendo un abrazo de ambos a cada persona que, en el fondo de su corazón, quiera acoger el amor que Jesucristo, el Hijo, nos mostró.

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El Espíritu es ese abrazo eterno entre el Padre y el Hijo en el que también nosotros -en Jesucristo- somos abrazados. Ese abrazo, tierno y suave, que restaura y reconforta, que reconcilia y anima, ese abrazo es el Espíritu. Los apóstoles lo recibieron; y los que buscan ser discípulos lo reciben muchas veces, ¿verdad?

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