Ceguera de amor

Mt 21,23-43

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“VOY A CANTAR, en nombre de mi amigo, un canto de amor», así comienza la lectura del profeta Isaías del próximo domingo. Como si el dolor por el desamor fuera tan grande que este enamorado necesitara la mediación de un amigo para expresar sus sentimientos. Como si el desgarro por el abandono de la amada fuera tan fiero que necesitara apoyarse en la palabra de quien lo aprecia.

Este enamorado sufriente es Dios Padre, y el amor que lo ha abandonado es el de Israel, el de su propio pueblo. Dios Padre siente como una afrenta a sí mismo la falta de justicia, de reconciliación y de solidaridad que vivimos con nuestros hermanos; siente como un desprecio a él mismo nuestros abusos y derroches con la naturaleza y nuestra propia salud; siente cada desprecio que le hacemos ignorando su bondad en todo lo que nos rodea.

Esa imagen de Dios enamorado es llevada al extremo de lo paradójicamente real en la parábola de los labradores asesinos del evangelio de San Mateo. En amor ciego por su pueblo, Dios Padre envía a su propio Hijo a llamarnos a su bondad y su luz. La humanidad, como aquellos labradores, asesinó en la cruz al autor de la vida, a Jesucristo. Durante toda su vida, en los fracasos y sinsabores, en la cruz también, Jesús de Nazaret, decía a su Padre: «No tienes que darme cuentas, a ciegas yo te he creído, –cegado por tu luz– voy el mundo a tientas desde que te he conocido».

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Sólo un amor así, a quien de verdad lo merece, será nuestra salvación. Sólo un amor así, a quien merece nuestra plena confianza, enjuga la soledad y los fracasos, el sufrimiento y el absurdo, con los que a veces la vida nos enfrenta.

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