De la oración

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(Lucas 18,1-8) LA EXPERIENCIA que más define nuestra realidad de creyentes es la oración. Si oramos vivimos en la fe, si nunca levantamos al Padre nuestros ojos, estamos viviendo, en la práctica, de espaldas a la presencia de Dios en nuestra vida.

Es verdad que hay muchas formas de orar, y que algunas de ellas son tan superficiales que no llegan a calar en el corazón de la persona, y no por las formas con las que se exprese, sino por la actitud con la que se vive. Rezar delante de una imagen o rezar una oración vocal para pedir un favor puede dejar el corazón intacto, porque esa oración no ha bajado a lo profundo de nuestra vida; o puede confortarnos y transformarnos profundamente. Leer, meditar y contemplar un texto de la Biblia es el mejor camino para conocer a Jesucristo y convertirnos en sus discípulos, pero también puede hacerse desde una actitud intelectualista, pagada de sí misma, que sólo alimenta nuestro ego.

Orar es abrir nuestro corazón a la Misericordia y la Luz que nos fundamenta. Mientras más oscura es la realidad en la que estamos, con más necesidad y urgencia se muestra nuestra oración. Hay situaciones terribles en las que el creyente, después de rezar, sale fortalecido, purificado, confortado, consolado con la certeza de que la bondad del Padre, tal y como la mostró en la entrega de Jesucristo, nos asegura una vida plena y su protección y su auxilio constantes.

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Tanta oscuridad de injusticia y dolor como hay en nuestro mundo empujan a nuestro corazón a rezar con urgencia. Será una oración que supera el aislamiento individualista con la compasión con los pobres y en la gracia de Jesucristo, inseparablemente unidas siempre.

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