Al ritmo de la vida

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Marcos 4, 26-34

POCAS COSAS en la vida se suceden con el tiempo del clic electrónico, más bien se van fraguando con el tiempo de sembrar y cosechar, un tiempo de maduración lenta. Tanto lo malo, como lo bueno. En una época de quererlo todo y ahora nos engañamos y nos frustramos con mucha facilidad porque el ritmo de la vida no es así.

Uno de esos dinamismos que han de ir germinando y dando fruto es el de alentar a los jóvenes que busquen una profesión con la que aportar lo mejor de sí mismos a sus hermanos, a la sociedad. Durante décadas les dijimos a muchos jóvenes que el mejor trabajo es aquel que sólo exige estar sentado delante de un ordenador, con aire acondicionado, y si es en la empresa pública mejor, porque eso supone estabilidad de por vida. ¿Haciendo qué?, no importaba; mientras menos, mejor. Triste futuro. Una sociedad que propone tal horizonte de vida a sus jóvenes es una sociedad profundamente enferma. En la Iglesia tampoco hemos alentado en los jóvenes la virtud de la laboriosidad, la vocación de ser colaboradores de la Creación con nuestra creatividad cotidiana. Se nos fue la fuerza reivindicando clases de religión, o animando a participar en asociaciones de solidaridad; cuando hemos hablado a los jóvenes de la vocación se entendía a la vida consagrada o a entrar en el seminario.

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Toca comprender y sentir que con nuestro quehacer diario somos instrumentos de la alegría y la creatividad de Dios Padre, cada día. Que nuestro trabajo cotidiano es, también, semilla de Reino. Madres, profesores, enfermeros, juezas, tenderos, informáticas, albañiles…, Dios hace girar el mundo con nuestro esfuerzo de cada día.

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