Llamados

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(Mateo 4, 12-23) LA PERSONA está hecha para creer en lo que la trasciende, en lo que es mayor que ella misma, mayor que sus propias ideas, mayor que sus propios logros, mayor que su propia vida. Las experiencias fundamentales que nos hacen vivir en realidad: el amar y ser amados, el decidir nuestro futuro, el crear algo nuestro con nuestras manos, el ver nacer y morir a nuestros seres queridos, el contemplar la belleza… todas estas experiencias nos hablan de lo que es mayor que nosotros mismos.

Unas religiones ponen ese horizonte de trascendencia en la paz interior, en la búsqueda de una felicidad trascendente y suprema. Otras en la seguridad de cumplir unas normas procedentes de la voluntad de Dios, que limitan y ordenan toda la vida. La fe cristiana nace de una llamada, de la interpelación de un Dios Padre a cada uno de sus hijos. Una llamada que corta en seco la rutina y nos hace preguntar: “Señor, ¿qué quieres que haga?”.

La vida, a creyentes y no creyentes, se nos vuelve a veces complicada. Los cristianos tenemos siempre el hombro amigo en el que llorar, la mano bondadosa que nos protege, la palabra que da sentido a nuestros sufrimientos; también, a Quien mira complacido nuestros logros; a Quien sonríe satisfecho con nuestras alegrías. La fe cristiana nace de un encuentro inesperado y, por así decirlo, “a traición”. Te llaman por tu nombre y sin  poder hacer otra cosa te detienes, y comienzas a tener tu vida en tus manos y a poder entregarla.

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“Ven conmigo” –nos dice-. No dice: “Estaré contigo”, sino “Ven a mi lado, para que vengas conmigo a estar con tu familia, a cansarnos en el trabajo, a buscar un mundo más justo, a sufrir en la cruz, a acoger la vida plena”.

 

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