La ventana

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Caminando por las calles antiguas de la ciudad aún se percibe cómo la vida palpita a escala humana: Los vecinos se encuentran, se saludan, se llaman por sus nombres… Cada tienda emite sus olores característicos: el frescor vegetal de las verduras, el aroma cálido del pan recién hecho, el de los lápices y gomas de borrar en la papelería… Son tiendas que ofrecen el “desavío” diario y la compañía de tenderos y vecinos que, mientras esperan su turno, hablan de salud y proyectos.

Las casas de una a tres plantas se alinean a lo largo de la acera dibujando con sus tejados una línea almenada. Sus fachadas indican la economía de sus habitantes. Las hay anchas o estrechas, vestidas de azulejo, mármol o de una humilde capa de cal. Sus puertas y ventanas son los agujeros por los que las casas se comunican con el mundo exterior.

Las puertas, tan diferentes: metal, madera, cristal… Algunas son grandes, ostentosas, blindadas, como un fornido guardia de seguridad que disuade de acceder a un valioso contenido y que sólo dará paso si utilizamos el portero automático. Otras antiguas, desvencijadas, sedientas de una capa de pintura de la que ya no recuerdan su color, confiesan que no tienen mucho que proteger.

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Las ventanas, abiertas por las mañanas, lanzan su aliento a la calle. Sus olores y sonidos delatan su actividad interna. En ésta los muebles cubiertos con sábanas y el olor a aguarrás indican que van a pintar. En esa otra el siseo de una olla a presión y el olor a puchero nos anuncia el almuerzo de hoy. En aquella hacen las camas con el fondo musical de una copla. La ventana del bar deja escapar los golpes de las fichas de dominó sobre el mármol.

Para los mayores, con dificultades para salir a la calle, la ventana ofreció el noticiario de una calle estrecha: los vecinos que pasan, el cartero, el panadero, los vendedores pregonando sus mercancías… Por esta ventana vieron marchar lejos a sus hijos y cuando sus nietos tocaban en los cristales, corrieron para abrir la puerta. Por la ventana llegaban las campanadas de la iglesia marcando las horas, llamando a misa o anunciando fiestas y funerales. La ventana marcaba también los cambios de estación. En los inviernos dejaba pasar la luz del domingo sobre una acogedora camillita con brasero, para coser o leer el periódico, a salvo del frío o de los goterones. En los veranos, al medio día, la persiana bajada mantenía el frescor de la casa.

La ventana pudo ser también la pantalla donde unos jóvenes proyectaban sus sueños, cuando al amanecer, ya despiertos en la cama, con la mirada fija en las rendijas de luz, daban libertad a sus ilusiones, esperanzas, amores,…a sus ansias de volar lejos y explorar el mundo que existía fuera de su casa, su destino, detrás de su ventana, su universo.

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