Tarde te amé

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(Mateo 20,1-16)  “Tarde te amé, Hermosura tan antigua y siempre nueva”, decía San Agustín en sus Confesiones, haciendo una oración sentida y llena de verdad.

“Me llamaste y clamaste, y se rompió mi sordera; brillaste y resplandeciste, y me curaste de mi ceguera; exhalaste tu perfume y respiré, y suspiro por ti; gusté de ti, y siento hambre y sed; me tocaste, y me abraso en tu paz”.
Los creyentes tenemos la tentación de comprender nuestra respuesta de fe, en lo concreto de nuestra vida, como un compromiso hecho desde nosotros mismos. Y cuando vienen dificultades y problemas, cuando las fuerzas nos faltan para afrontar aquello que decidimos, nos asalta una pregunta: ¿para qué me habré metido yo en este asunto?

Otras veces vivimos ciertos aspectos de nuestra rectitud moral como exigencias exteriores a nosotros mismos, como leyes que se nos imponen desde lo alto. Y nos cansamos de cumplirlas, y nos sentimos atados y esclavos de algo que no tenemos asumido del todo.  En esos momentos nos muerde un sentimiento sordo: si no fuera cristiana tendría una vida más feliz. En vez de vivir la fe como encuentro y como amor, la vivimos como ley y compromiso. No es extraño que queramos renegar de ella en muchos momentos. La grandeza y la hermosura de Jesucristo son un océano que rodea al creyente. Que nada te robe esa experiencia honda de vivir respondiendo al Amor, con amor; a la Paz, con bondad; a la Bondad, trabajando humildemente por los pobres y los que sufren allí donde estés.

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