Vaciarse

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(San Juan 3,13-17) TIENE LA tradición cultural china un concepto muy distinto del nuestro, de lo que significa el vacío para las personas y la sociedad. Para nosotros el vacío, estar vacío, vaciarse, tiene siempre una connotación negativa, poco apetecible. Sin embargo, para la cultura china, el vacío es una realidad fundamentalmente positiva. Sin el vacío en el que el eje de la rueda puede dar vueltas, ésta sería imposible. El padre que no lo hace todo y que deja “hueco” a su hijo le permite afrontar nuevos retos y crecer. La mirada atenta de quien apreciamos –sin que actúe, ni haga nada- nos hace mejores, desarrollar nuestra propia humanidad.

Para amar al otro tal como es, para asumir la misión de construir el Reino, para ser auténticamente quienes somos, hemos de vaciarnos de nuestras inquietudes momentáneas, de nuestra preocupación por nosotros mismos, de lo que pensamos y sentimos. Sin vaciarnos de lo que sabemos, no podemos aprender; sin vaciarnos de lo que sentimos, no podemos poner al otro en el centro de nuestro corazón y nuestra vida.

El Hijo de Dios se vació de sí mismo, de su propia divinidad, para hacerse hombre. Se despojó de todo para ponernos a cada uno de nosotros en el centro de su corazón. Esto lo hizo cuando se encarnó; lo hizo conforme anunciaba la Buena Noticia del Reino a los pobres; lo hizo cuando asumió la cruz, en la que de todo se vació, de todo lo despojaron, para poder acoger a todos en el vacío luminoso de su amor.

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Llenos estamos de cosas, de ideas, de proyectos. Algunos buenos, muchos vanos y superficiales. Quien quiere amar ha de vaciarse de sus propias necesidades, para atender a la luz que en el otro Dios ha puesto.

 

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