Las formas del agua

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    (San Juan 20,19-23) DECÍA UNO de los Santos Padres que el Espíritu Santo es como el agua, que cuando riega una palmera se transforma en hojas de palmera, dátiles y tronco fuerte y flexible. Y si riega un rosal se transforma en el aroma sutil de la rosa y en una gama de colores que a las paletas de los pintores hace difícil imaginar. Y si riega una dehesa silvestre la puebla de tomillos, romeros y pequeñas margaritas blancas.

    El Espíritu se hace tan cercano que nos es difícil contemplarlo. Es como el aire que respiramos, que insufla nuestros pulmones, nos llena de vida y se retira humildemente para volver a penetrarnos más fresco y renovado. Como el aire, no lo vemos; como el aire, nos da la vida. El Espíritu Santo es la cercanía del amor de Dios Padre y de Jesucristo; una intimidad tan profunda y cercana que se convierte en lo más íntimo de nuestra propia intimidad. Aunque no recemos al Espíritu Santo, siempre rezamos en Él.

    Esa cercanía tan grande con que Dios mismo se nos entrega es, a la vez, un regalo y un reto. Un regalo porque siempre podemos acoger su presencia, su sabiduría, su perdón, su consuelo, su fuerza, su impulso. Un reto porque nos invita a ser más auténticamente nosotros mismos. A dejar nuestras cobardías y luchar abiertamente por la justicia; a dejar nuestros egoísmos y abrirnos humildemente a los demás; a dejar nuestras viejas rémoras y comenzar a construir un futuro más humano, en comunión con toda la comunidad cristiana.

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    (…) “Parecía que estaba agotada. Pero se detuvo un momento, respiró profundamente, y cuando levantó la cabeza en su rostro se dibujaba una sonrisa que desvelaba fortaleza y esperanza”.

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