Quitad la losa

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(Juan 11,3-45) “CUANDO MURIÓ mi marido pensé morirme yo también. Él era el Sol de mi vida y sin él todo se volvió noche y oscuridad. En aquel tiempo no se hablaba tanto  de “depresión”, pero yo creo que caí en una depresión profunda. Ni el cariño que sentía por mis hijos, que entonces eran pequeños, podía poner un poco de luz en la tumba en la que me había metido. Yo nunca volveré a ser feliz –pensaba, con pensamientos con que me castigaba por estar viva-. Una losa me hundía en mi propio dolor.

Ni la fe en Dios me consolaba. Yo sabía que él tenía que resucitar en la resurrección del último día. Pero mientras yo estaba sin él, y él estaba frío e inerte en una fosa. Todo se lo estaba perdiendo, la vida que tanto le gustaba vivir; ver a sus hijos crecer a quienes tanto quería… todo se lo estaba perdiendo. ¿Quién se puede consolar de una pérdida así?

Pasados los primeros meses de la desesperación más aguda –meses que fueron casi dos años-, en uno de mis muchos momentos de profunda e inmisericorde soledad, pude mirar a Cristo. Y sin escuchar palabras se encendió una pequeña luz en mi vida: “Yo soy la resurrección y la vida. Quien cree en mí, aunque haya muerto, vivirá”. Aquella frase se convirtió en roca firme en la que asentar mis pies tanto tiempo en el vacío; en un abrazo caluroso que confortaba mi espíritu tanto tiempo aterido. A partir de aquel momento tengo la firme convicción de que mi marido vive, con una vida distinta y más plena, que sigue queriendo a sus hijos, que ya van siendo hombres, que me sigue queriendo a mí con un cariño distinto, más luminoso, más puro.

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¡Qué duro fue vivir sin confiar en que Cristo es la resurrección y la vida!”.

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