Dime cuánto criticas y te diré…

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(Mt 5, 13-16) Estamos acostumbrados a criticar. Y al decir esto no quiero decir que estamos acostumbrados a analizar críticamente las situaciones que vivimos para solucionar los problemas que hay en nuestra vida. Nuestra crítica, las más de las veces, ni es constructiva, ni es analítica; es, por el contrario, superficial y visceral.

Criticamos a los demás por envidia, y hasta por aburrimiento. Una conversación en la que se está destruyendo la fama y el honor de una persona es siempre más jugosa e interesante que aquella en la que se alaba alguna virtud, o se analizan equilibradamente las luces y las sombras de tal o cual organización.

Señalar el error, denunciar la injusticia, clamar ante la opresión y los abusos, es muy necesario. Poner de manifiesto la generosidad y la inteligencia de las personas que lo merezcan, ponderar los esfuerzos de muchos por vivir con honradez de su propio esfuerzo, poner en valor los proyectos que construyen ciudadanía e iglesia, es imprescindible. Todo lo bueno y lo noble que hay en nosotros y en las personas que nos rodean son luces que Dios enciende en nuestras vidas, y hemos de “ponerla en el candelero para que ilumine a todos los de la casa”.  

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Pervertidos de regodearnos en el mal hemos perdido sensibilidad para descubrir y acoger el bien que ofrecen los que nos rodean. No es extraño que vivamos en tanta desesperanza. Ni un día puede pasar sin que descubras la huella del

Padre en tus hermanos. Sólo así tendremos fuerzas para crear algo nuevo.

Tratar con cariño y humanidad a los pobres y a los débiles… la luz que más hace brillar a la comunidad cristiana.

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