(Mateo 3,1-12) Cuando una persona quiere a otra no hace falta que lo diga. Se le nota en la forma de mirarle, de hablarle, de sentarse a su lado. Hasta en cómo pronuncia su nombre se nota el amor que siente… Y no te sonrías pensando que sólo les ocurre a los adolescentes primerizos.
A todos se nos nota a quién queremos. Pero el signo que mejor revela nuestro amor es la capacidad que tenemos de sacrificarnos por el otro. Por aquel a quien amas eres capaz de sacrificarte, de renunciar a lo que te gusta, a tu comodidad, de renunciar incluso a lo que necesitas. Y esto es tan verdad que si no eres capaz de sacrificarte por la otra persona –o lo haces refunfuñando y a la fuerza–, no la amas. Es tu amor mero remedo inmaduro y falso.
Es verdad que el amor es fundamentalmente felicidad y vida plena. Es verdad que es dulzura y alegría compartida. Es verdad. Pero si tu amor no pasa la prueba del dolor no deja de ser búsqueda de la propia satisfacción.En el evangelio del domingo Jesús nos revela, a través de la sinceridad de Pedro, otra dimensión más alta del amor: cuando amo más profundamente acepto, con dolor y agradecimiento, que el otro se sacrifique por mí.
Puede parecer un contrasentido, pero no lo es. Piénsalo.Y piensa también cómo vivir, en la verdad de la entrega, el amor a tus padres, a tu pareja, a tus hijos; cómo vivir, en la verdad, tu fe en Jesucristo, tu compromiso con los más pobres, que no es sino otra forma de amar.Es tan hermoso, para Jesús, contemplar tu entrega y tu sacrificio por amor… Que aceptes, admirado, agradecido, sobrecogido, el sacrificio que por ti, el mismo, realizó.