El día después

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(Marcos 4,26-34) EL DÍA después del incendio comienza el bosque su propia regeneración. Los animales que quedan escarban entre la tierra y la ceniza, mezclándolas. La brisa y los pájaros vuelven a traer semillas que, a espera de la lluvia, son ya comienzo de nueva vida. Hasta las raíces de las plantas con ramas calcinadas se preparan para, desde más abajo del negro tocón, reverdecer en otoño. La vida de la naturaleza, signo de la Vida que Dios nos ha regalado, es esperanza inasequible al desaliento.

Así, también, nosotros hemos de prepararnos para regenerar nuestro pueblo. Hemos de dejar atrás la subcultura de la subvención clientelar –verdadero opio del pueblo. Hemos de afrontar con honradez y ambición nuestro futuro. Hemos de alentar, todos, a quienes con preparación e iniciativa comiencen a construir un futuro mejor. Hasta la Iglesia debe preocuparse más por la justicia, la libertad y la fe de su pueblo que de sus propios intereses corporativos. Todos hemos de aprender; todos hemos de resurgir; todos hemos de cambiar.

Pero que a nadie quepa duda de que el Señor, desde lo hondo de la vida, nos alienta a amar. Y nos sigue haciendo una propuesta: “Vamos juntos a construir un pueblo de hermanos, donde todos trabajemos y donde todos nos ganemos el pan con el sudor de nuestra frente; vamos a acoger el amor de familia, amor con minúscula de virtud humilde y sencilla, virtud de comprensión y cariño, virtud de entrega incondicional al otro. Vamos juntos a entonar un canto, no por ser campeones de nada, sino dando gracias por la vida, hermosa al entregarla.

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Pueden parecer pequeños; pero nuestros esfuerzos, nuestro empuje y nuestra creatividad son la lluvia que necesita nuestro pueblo para levantarse. Cada día hemos de preguntarnos qué es lo que cada uno de nosotros podemos hacer por nuestro pueblo.

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