Sacerdocio

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(Marcos 14, 12-26) Durante muchos años, la comunidad cristiana no le dio a Jesucristo el título de sacerdote. Jesús no era de la tribu de Leví, la tribu sacerdotal, y nunca ejerció. Pero, poco a poco, los primeros cristianos de origen judío se dieron cuenta que lo que habían buscado en vano, en los sacrificios del Templo: la cercanía con Dios, su perdón y su misericordia, lo vivían palpablemente cada vez que partían el pan.

Y que, cuando el pecado los hundía en el abismo de la desesperación, poner sus ojos en Jesucristo Crucificado y Resucitado los devolvía a la vida y a la esperanza. Él había muerto para darnos a todos su vida. Nada había que temer.

Ellos comenzaron a entender la vida, la muerte y la resurrección de Jesucristo como el verdadero sacerdocio que nos hace entrar en comunión con Dios. Lo que pretendían los ritos antiguos –muerte de vacas y de machos cabríos—se les regalaba al partir el pan de Jesús.

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El sacerdocio verdadero era el de Jesús, lo de antes era una sombra que ya había pasado. Jesús había entregado su vida por amor; nadie se la había quitado, él la había entregado por nosotros; era sacerdote y víctima a la vez. Y a quien se acercaba a él con fe –como quien se acercaba antes al altar del Templo–, lo iluminaba con su perdón, su bondad y su gracia.

Hoy, los cristianos, al acercarnos al pan de la eucaristía, también podemos acoger la Vida de Jesús para que llene con su luz la nuestra. Ser cauce de amor y de vida, con nuestra pobre existencia, es el inmenso reto de quienes somos llamados sacerdotes de Jesucristo.

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