El Signo de la Comunión

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(Lucas 24, 35-48) Hay momentos muy hermosos en la vida de las comunidades cristianas. Los hay difíciles, como en cualquier colectividad humana. Pero, a veces, parece que el Espíritu se pasea en torno a nosotros y crea un ámbito especial de comprensión, de afán de servicio y de plenitud personal.

Recuérdalos.

Puede haber sido en alguna celebración con los enfermos o con los ancianos, en la que jóvenes y mayores han sintonizado tanto que se ha vivido un atisbo del Reino. Puede haber sido en una misa, en la que la petición espontánea de un compañero, la predicación del sacerdote, o el momento de la comunión han hecho brotar un silencio orante donde comprendíamos perfectamente las palabras de San Juan de la Cruz: “la soledad sonora”.

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Puede haber sido en una reflexión de grupo, o en una asamblea comunitaria, donde fuimos capaces de reconocer a los otros como presencia de Cristo; donde fuimos capaces de valorar que el trabajo de los demás era necesario para anticipar la instauración del Reino. Los diversos y, a veces, enfrentados por esto o por aquello, éramos capaces de remar todos en una misma dirección.

¡Qué hermoso, qué gratificante!

Puede haber sido en un encuentro personal en el que nos reconocimos tan igualmente vulnerables y semejantes que el rencor y el recelo dieron paso al perdón y la confianza.

Muchas veces hemos compartido esta comunión, signo de la resurrección de Cristo. Y lo vivimos como un milagro en el que el Espíritu nos recreaba. ¿Lo recuerdas?

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