Semilla de Gracia

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(Lucas 2,1-20) ¡Que los coros de campanilleros rompan a cantar en el silencio de la noche! ¡Qué todas las familias se reúnan en torno a la mesa maternal! ¡Qué las estrellas titilen alegres en el cielo! ¡Que en la tierra los hombres vivan primicias de la plenitud y la paz del cielo!

¿Quién se atrevía a pensar que el Creador del torbellino de luz que engendró el mundo podía nacer de mujer, y entregarnos su misericordia y su vida en el cuerpecito de un niño recién nacido? ¿Quién pudiera haber sospechado, siquiera, que la fuente de todas las riquezas y de toda la belleza, nacía en un tosco y pobre pesebre, compartiendo la suerte de los últimos del pueblo? ¿Quién puede dejar de asombrarse, y arrodillarse, ante el abismo de generosidad y entrega de un Dios, que busca hacerse hombre, para a los hombres salvar?

Debajo de nuestra cáscara de autosuficiencia y fortaleza, todos lo sabemos, yace la debilidad que nos constituye, y que nos empuja a buscar en el otro las fuerzas para caminar. Nuestra debilidad es también nuestra fuerza. Mientras más débiles nos reconocemos, más sabemos que en el otro está nuestra verdadera vida. El Otro ya ha nacido, ya se ha hecho persona para que lo podamos contemplar, para que lo podamos ayudar, para que lo podamos besar y abrazar. El Otro ya ha nacido para mostrarnos el camino y caminar con nosotros hacia la plenitud del Padre.

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Los planetas, en su errante brillo, las estrellas reunidas en fuga de galaxias, los púlsares que destellan y se apagan, todos fueron creados para adornar la noche de Belén. Las flores de todos los continentes, los frutos de todas las especies, nacieron para hacer, del pesebre, hogar. ¿Quién puede ver al niño en brazos de su madre, en medio de tanta pobreza, y no llenarse de ternura, semilla de la gracia que Dios nos regala?

 

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