El ilustre converso

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Cuento

Ésta es la historia de Leonardo Fructuoso, más conocido entre los de su ambiente como “el ilustre converso.” Perteneció a la gran cofradía de gente entregada al raciocinio, a la docta razón, afiliado a sus bienes, sus servicios, sus luces y ejercicios. Vestido de etiqueta o, tal vez, de vaqueros, chaqueta con cierto desenfado, rotos los protocolos de uso habitual, se metió por raíles    sistemáticos y posiciones absolutas, hasta el punto  de confundir la justicia con las leyes de los que hacen la Historia (ya lo advirtió Camus) en lugar de  entenderla a la manera de aquellos que las sufren.

Burlón bachiller y universitario, probó las botellonas y mucho desperdicio de horas y de días. Graduado en la economía del embudo, rigurosa disciplina, lo encauzaron al suma y sigue  (y sigue sumando) sin compasión ni descanso. Obedece las órdenes del jefe, que manda mucho. Y cállate, que estás más guapo. Realiza las estratégicas operaciones, tautologías secretas y rutas ultramontanas que te conciernen, por donde el euro mana y mana.

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Los filibusteros del desorden establecido le decían que los dividendos son bendición de los cielos, el trabajo y el celo. Y que es por ahí por donde podemos encontrar, de entrada, la salida airosa e imperiosa del poder y la gloria sin quebranto.

Así que Leonardo Fructuoso se vio tan desmadrado que acabó muy corrido, que solo un gran silencio alimentara sus esencias e identidad dolida. Toda su mente era fluir de sonidos, caleidoscópicos reflejos. Perdido estuvo en un mundo descarnado y, sin advertirlo apenas, su existencia fue herida en tiempos de la nada. Callado sonreía a inútiles amigos, superfluos metafísicos del bien y del mal. Y al hablar  a sí mismo se observó devenido un triste palabrero sin sentido.

No se ubicaba tal que en casa con tanto laberinto de corbatas variopintas de aparentes cercanos, cómplices sin embargo, implicados. Su mundo discurría en simetrías aéreas, soplos noéticos, sin lugar y sin tiempo. Ausente de la bulla y su reír, su riqueza, su misterio. Llegó pues, de buen grado, a ser piltrafa grande, colgado de las leyes estadísticas, simulador de poco arriesgar y de mucho ganar selecta plus valía y mirar a otro lado. Ventas fraudulentas, la corrupción a mano y el futuro vano.

Mas he aquí que una llama pequeñita, sencilla, lucía casi apagada allí donde el alma se esconde avergonzada. Llegó un tiempo en el que triste y desolado, sumido en observaciones interiores, abandonó su suerte. Se fue por las senditas a pasear los campos y labranzas, las aldeas modestas, las viñas, las mieses, los bosques, el cantar de los pájaros, los ríos presurosos, la majestad del alba, el mirar verdadero, un beso en el camino, la mar inmensa.

Degustó las bellezas escondidas, lozanas, místicos arrebatos, alegrías y risas y pronto pudo ver  cuanto hermoso en su entorno sucedía, gran tesoro oculto en las cosas que ocurrían al andar. Se dejó seducir del desfile continuo del amor, el trabajo, los gozos y alborozos.  No le faltaron cuitas, incomprensiones y disgustos, mas él, bien convertido y muy a gusto, a todos sonreía. El sexo, la ternura, sentir las ganas de estar en compañía de hambrientos de fruición   sin daño ni queja ni lamento.

Pasado a ser romántico, no buscó la riqueza, si no fuera en justicia merecida, arrancada del barro y el trabajo bien cumplido. Y prefirió ser libre a colgar de un racimo adocenado. Hacer de sus quereres, querer sincero. Y las líneas antiguas, las cuánticas medidas se tornaron en llana humanidad sin asperezas, solución de problemas, de haceres gratuitos, inteligencias múltiples, amigos cercanos, verdaderos. Y sin dejar la geometría necesaria, le renació la vida y se apartó del frío raciocinio y el docto razonar que otrora hubiera.

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