(Mateo 5,13-16) En el nombre del Templo de Jerusalén se asesinó a Jesucristo. Y lo hicieron hombres que decían hacerlo en nombre de la religión verdadera. Jesús de Nazaret fue acusado de hereje y de blasfemo; la pena para esos delitos era la de muerte.
No valoramos ahora los motivos verdaderos de su condena y asesinato; ni en cómo Jesús acoge y transforma el Espíritu de la Ley antigua; sino en señalar cómo no toda forma de religiosidad, aunque use nombres y símbolos cristianos, es auténticamente evangélica. Muchas veces podemos caer en una manipulación más burda o más sutil de la fe cristiana.
En el Templo de Jerusalén los pobres iban a hacer ofrendas a Dios para ganarse sus favores y beneficios. Junto con esto se les pedía que observaran una serie de normas y tradiciones religiosas. En el nombre de esta religiosidad se asesinó a Jesús.
Jesucristo no se opuso sistemáticamente a la religiosidad de su pueblo, pero ofreció una experiencia de Dios radicalmente nueva. En él, Dios, como un hombre cualquiera, viene a ofrecer Vida a los pobres y desvalidos, a los pecadores y excluidos, sin esperar a cambio nada más que abran su corazón a esta buena noticia, desde la alabanza y la fraternidad.
Nuestras Iglesias no pueden ser lugares donde los pobres van a pedir favores a Dios, a cambio de unas ofrendas; sino comunidades donde los pobres y pecadores queremos testimoniar la predilección del Padre por sus hijos más débiles, desamparados y sufrientes; comunidades en las que brota la alabanza al Dios de la Vida, hecho carne en Jesucristo.