La gloria del ser humano

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(Juan 1,1-18) Hay muchas personas que, negándose a su propia experiencia de vida, piensan que toda la existencia humana no es más que un curioso accidente en el proceso físico de la materia-energía, cuyo origen escapa de toda posible experimentación. Su argumento suele ser el conjunto de las hipótesis científicas que se divulgan.

Digo que la afirmación del sin-sentido de la existencia humana sólo se puede hacer negándose a reconocer la propia experiencia de vida. Hay en toda persona, desde que el hombre es hombre, un anhelo de plenitud y de sentido que nada de este mundo puede colmarlo, que nos aboca a lo que nos desborda. Es más, cuando la cultura se niega a lo trascendente, la dimensión de la religión se sustituye por las más variadas supersticiones. No hablo de oídas.

El ser humano llega a existir desde un conjunto de causas físicas y biológicas. Pero nace como persona por una llamada profunda, única, luminosa; que desborda toda conceptualización; que le da un nombre propio, su propio nombre. Esta llamada desde las fuentes de la Vida hace que sólo encontremos satisfecho el anhelo de gloria, de paz, de belleza, de vida que tenemos en una dimensión de profundidad siempre inalcanzada.

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Un hombre -sangre, tiempo y palabra, no más- mostró a los que lo contemplaron la gloria del ser humano. Se la mostró con sus palabras, en la lentitud de los días, con su propia sangre. Tanta fue la gloria que vivieron (gloria de sabiduría, de perdón, de entrega, de amor y de vida), que no podían sino contarlo.

Aquel hombre era la Vida, y pudimos abrazarla; nos dirá Juan.

 

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