Homenaje a los toneleros.

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Me supongo que si a cualquiera de las personas de mi generación; aquellos que ya estamos asomados al balcón de los 40, le preguntásemos por algún recuerdo de su niñez, habría infinidades de respuestas, pero si me lo preguntaran a mí, no dudaría en responder siempre lo mismo: La Biruta.

Probablemente, muchos de los niños de hoy en día que cuentan con la edad que yo tenía entonces, no saben el significado de esta curiosa palabra tan cercana y lejana a la vez. Cercana porque se puede sacar de los muebles mismos que nos rodean en la vida cotidiana y lejana porque seguramente que en la actualidad en muy pocos hogares existe un montón de birutas como lo había en el mío. Unas eran rubias y rizadas, otras gruesas y astillantes, dependía de cómo entraba la madera en aquella cuchilla que les iba dando forma, dirigida por unas manos seguras y profesionales que yo en tantas ocasiones observaba con admiración; unas veces voluntariamente y otras obligada, pues cuando me portaba mal, que ocurría con bastante frecuencia, aquella tarde no pisaba la calle y me mandaban a la nave con el montón de birutas y, vuelta a observar aquellas manos que seguían dándole forma a las duelas de madera, pero que en ocasiones no era con la temida cuchilla, porque por supuesto, a mí, me tenían totalmente prohibido tocarla, sino alrededor de una pequeña hoguera, unidas ya por un aro de acero en uno de los extremos y a base de torniquete, agua y calor iban curvándose lentamente hasta adquirir la forma que aquellas manos artesanales deseaban.

Después, venía lo más trabajoso, o quizás lo menos entretenido para mí, desde mi puesto de observadora, que era alisar aquellas ovaladas formas de madera para que quedasen finas al tacto y que con dedicación y paciencia, de nuevo,  aquellas manos iban quitando a base de tacto y pulso, como si de una pequeña liposucción se tratara todas aquellas  sobresalientes astillas que sobraban, con una nueva variante de cuchilla aún más grande que la anterior. En ocasiones, mis anhelos de niña hacían que esa tarea se convirtiera en algo aburridísimo, nada que ver con la chispeante hoguera o la fabricación de birutas que era lo que a mí me gustaba.

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Entonces aparecía el Angel de mi Guarda y acariciándome el pelo me decía: «anda… coge un puñao de birutas, que vamos a encender la copa» y mientras mi madre echaba el negro carbón en el tiesto yo iba seleccionando aquellas birutas que más me gustaban y que a mi entender eran las que con mayor facilidad prendían.

Mientras tanto, aquellas manos, que habían convertido aquellos montones de madera con su laborioso y reconocidísimo trabajo en vistosos toneles y barriles que tan servibles fueron para nuestros inolvidables almacenes de aceitunas, iban borrando con agua y jabón  las secuelas de una cansada pero productiva jornada de trabajo y que por arte de magia recuperaban la suavidad y el calor de unas manos que invitaban a ser el refugio de las mías cuando éstas estaban frías y necesitadas de calor paternal, porque sí, aquellas manos, eran y siguen siendo la MANOS de mi padre que aún conservan la suavidad y el calor de entonces.

En homenaje a todos los toneleros y en especial a mi padre, Manuel Ojeda Jiménez, con todo el cariño de sus hijas que lo quieren muchísimo.

Feliz cumpleaños.

 

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