La herencia

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(Lucas 24, 46-53) MUCHOS TENEMOS la suerte de haber heredado de nuestros padres una inmensa fortuna. Y no por que tuvieran muchas fincas que nos legaran al fallecer, sino porque nos entregaron lo mejor que la humanidad puede ofrecer: amor incondicional, capacidad de sacrificio por el otro, serenidad ante los problemas, alegría sencilla y vitalismo como forma de vida.

Uno no recuerda a sus padres con agradecimiento porque fueran los más listos, ni los más valientes, ni los más “de nada”. Uno los recuerda con una sonrisa porque siendo buenos le enseñaron a vivir en la bondad. Hasta los pequeños defectos –de vez en cuando un mal genio, si le gustaba criticar a los vecinos, si alguna vez bebía más de la cuenta…–quedan en el olvido, o se revisten de comprensión e indulgencia.

Cuando las personas vivían su muerte en la propia casa rodeadas de los suyos, y no en un hospital sin intimidad ni cercanía, de forma deshumanizada, no era raro que un padre o una madre bendijeran a sus hijos antes de morir, y que les hiciera una serie de recomendaciones en el lecho de la muerte, que se convertían en palabra de Dios para ellos, y les servían para vivir más unidos, para caminar en la bondad.

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En el evangelio de esta semana vemos a Jesús bendiciendo a sus discípulos antes de irse al cielo, y prometiendo que nos hará llegar su herencia, nada menos que su propio Espíritu.

¿Qué sentimientos pondrá una madre al bendecir a sus hijos en el lecho de muerte? ¿Qué sentimiento tendrá Jesús al bendecirte, a ti, este domingo de la Ascensión, al finalizar la misa? Cuando te bendiga, al acabar la misa, inclina la cabeza.

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