De buenas intenciones…

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(Mateo 2, 21-27) “De buenas intenciones están las sepulturas llenas”, dice el viejo refrán, y no le falta verdad. Yo, últimamente, lo estoy viendo en las parejas jóvenes que se casan, o comienzan a convivir, llenas de ilusión y de buenos propósitos, y que, al cabo de unos años, o unos meses, no se reconocen en la relación que iniciaron y deseaban. Y es que, o se adquieren unas rutinas que preserven adecuadamente la vida, o sin que nos demos cuenta vamos destruyendo lo que más queremos. En la convivencia matrimonial y en la educación de los hijos se necesitan rutinas que aseguren el encuentro, el diálogo, el respeto, la comprensión y hasta la sorpresa. 

Las rutinas pueden parecernos un poco tontas y sin sentido, pero son como antídotos contra un ambiente social y unas tendencias personales que no siempre construyen familia. La rutina de comer al menos una vez al día todos juntos y sin televisión, o la rutina de guardar una tarde a la semana para pasear solos, o la rutina de despedirnos con un beso, o la de que ningún problema llegue a la cama sin haberse solucionado en el salón, o la de hablar delante de los niños con el respeto y el tono que queremos que ellos nos hablen, o la de dialogar lo importante y lo que menos importa, o la de rezar juntos en algún momento… Son rutinas que pueden parecer nimias, insignificantes, pero que a la larga pueden preservarnos de procesos que nos hacen sufrir mucho.

El cimiento de una relación de pareja y de familia está en el amor, en el respeto, en el diálogo, en el servicio. Eso está claro. Pero cada familia debe elegir “las rutinas” que le ayuden a vivirlos con concreción y realismo.

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