Nueva militancia

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Andamos muy preocupados con la nueva evangelización, lo que implica que tenemos conciencia de que hay que afrontar con imaginación y audacia el modo en que llevamos adelante la misión de anunciar el Evangelio. 

El lenguaje, las expresiones consagradas, las grandes verdades (grandes palabras) acusan un creciente proceso de inflación, que desvirtúa el mensaje y hace insignificante el discurso religioso en un mundo que creemos indiferente. Las cosas no se resuelven con un nuevo catecismo, sino que hace falta un nuevo discurso, nuevas palabras, nuevas ideas que, sin traicionar lo que decimos creer, nos ayuden a comunicar lo que creemos, de forma que consigamos hacernos entender por nuestros contemporáneos. No podemos seguir empeñados en repetir lo mismo y de la misma manera. La fe no consiste en aceptar fórmulas, sino en creer el Evangelio. Y predicar el Evangelio no es repetirlo, ni siquiera traducirlo a la lengua materna ( las lenguas también son vivas y acusan el envejecimiento), sino hacer que recupere todo su sentido en el mundo de hoy, en nuestro mundo y el de los que nos escuchan.

La cuestión pendiente no es sólo la del mensaje, sino también la del mensajero. El Evangelio no es sólo una escritura, es una persona, es Jesucristo. El ejemplo del que habla, el testimonio del que predica, el compromiso del creyente, la presencia del cristiano en la vida pública es urgente. En un mundo globalizado, la Iglesia no puede recluirse en la sacristía, como desearían algunos, pero tampoco puede conformarse con seguir presente en los ámbitos de siempre ( privado, familiar, profesional), sino que debe dejarse notar en lo social, en lo político y en todos los sectores de la cultura, tan descuidados hasta el momento ( arte, cine, deporte, prensa, radio, televisión o Internet). Y no me refiero a que tengamos que ir creando arte religioso, cine religioso, radio, teatro o tele religioso. Me refiero a que, como recomendaba el Concilio, la Iglesia, los laicos sean luz y sal en todos los ámbitos de la vida y de la cultura, pues “ a los laicos pertenece por propia vocación buscar el reino de Dios tratando y ordenando, según Dios, los asuntos temporales” (Lumen Gentium, 31).

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Esta presencia de la Iglesia, del laicado, no puede ser meramente pasiva ( no basta con dar buen ejemplo), ni siquiera testimonial ( yo soy creyente), sino militante, beligerante, organizada y acompañada desde las instancias jerárquicas. Porque no se trata de invadir o apropiarnos de un espacio ajeno, sino de un espacio público en el que se juegan los derechos de los seres humanos, se frustran las legítimas aspiraciones de millones de mujeres y hombres a la felicidad y se atenta gravemente contra la dignidad humana de los hijos de Dios, hermanos nuestros. Ya basta de trabajar a la defensiva (limitándonos a remediar las injusticias y sus consecuencias); es el momento de tomar iniciativas para encaminar el mundo por los derroteros de Dios. Que no se nos tenga que repetir que los “ hijos de las tinieblas son más sagaces que los de la luz…”.

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