Un niño no debiera conocer
cumpleaños sin madre y sin hogar,
sin velas que entre risas apagar
ni el tacto familiar en que crecer.
Un niño no debiera verse solo
–que estar sin su madre es soledad–
lanzado y obligado a la orfandad,
la ausencia y la nostalgia por su todo.
Un niño no debiera ser moneda,
botín a intercambiar según el caso,
ni ser el pagador por el fracaso
del error que, por otros, le preceda.
Un niño no debiera sufrir miedo
para así no teñir a su acuarela
con violencias que marquen sus estelas;
con espuelas que aviven otros miedos.
Un niño no debiera ser ausencia.
Un niño no debiera enmudecer
tras un año ocultando su presencia.
Es la herida, los huecos de la fe,
el insomnio empapado de inocencia
y la esquirla clavada en la querencia,
que en su madre ha dejado Josué.